domingo, 13 de julio de 2008

La parábola de una lata

Primero, el frescor. Casi al instante, el placer; una sensación parecida a la de una amante que entreabre los labios y con un hálito sinuoso cartografía tu cráneo en una caricia sólo intuida, de la coronilla a la nuca. Después mi mano que se alza, curiosa, para palparme la cabeza en busca de ese roce divino. Pero el tacto no encuentra el frío, ni el placer, sino el líquido de la sangre caliente y, justo entonces -a la vez que mi juicio conecta inexorablemente causa y efecto, sangre y cuerpo, y el pánico rompe dentro de mí con el ímpetu de un personaje gritando en una viñeta de manga, me giro para encarar al causante de mi infortunio de entonces, aquel mediodía perdido en la infancia: el espectral Cabezacerillo.

Mi tía me sujeta la cabeza bajo el chorro del pozo del patio de su casa. Percibo, entre llantos, cómo mi sangre, diluida en agua helada, se pierde por el desagüe. Quizá se me helara la sesera, o tal vez la mezcla de sangre a la fuga y exclamaciones agitadas de familiares electrocutaran, por un momento, las conexiones neuronales de mi cerebro, pero en aquel remolino de agua encarnada también vi desaparecer a Cabezacerillo, homo canijus ahogándose en el pozo como sólo los niños son capaces de hacerlo.

El implacable y certero puntapié a una lata cualquiera me privó del único amigo que alguna vez tuve en el pueblo. Cabezacerillo, a unos metros de mí, pateó despreocupadamente una lata de zumo (de esas de la época oscura de los néctares del pre-tetra brik) que, tras describir su azaroso arco, fue a golpearme en la cabeza, abrirme una brecha considerable y avergonzar para siempre a un niño necesitado de cañonazos de puchero con el que jamás volví a cruzarme. Cosas de niños, cosas de la amistad, eso repetían mis padres y mi tía, aunque yo no entendiera nada, aunque desde entonces saliera al solar junto a la casa de mi tía para jugar solo o en compañía de mi hermano.

Pero no se engañen, queridos lectores, esta historia no es ninguna parábola…si acaso la de una lata.

domingo, 6 de julio de 2008

Hermafrodito en Almedinilla

Una conjunción de coordenadas precisas, el tapiz de un mundo minúsculo en el secarral de la subbética. Leves motas oscuras que se agrandan hasta diferenciarse de los árboles y los accidentes del terreno. Figuras indefinidas que, con parsimonia, toman forma; se revisten de prendas livianas, se calzan con aparatosas botas y se aferran a sus útiles más preciados: cepillos, palaustres y barreños. Los cuerpos adquieren rostros, los rostros facciones marcadas, como pliegues en el barro, relieves de un friso. Una gota de sudor se desliza desde el cabello por el trampolín de una nariz de topo. Hermafrodito, con la prudencia altiva de una semi-deidad castellano-manchega, se yergue bajo el sol inclemente, se aparta las puntas de su media melena y se ajusta las gafas. Lanza a su alrededor una arrebatadora mirada miope que captura a grupo y escenario. El becariado dobla la espalda. Bienvenidos al campo de trabajo.

Hermafrodito, al igual que el resto de voluntarios, ha aprendido a tomarle el pulso a Almedinilla, a su inmisericorde termómetro y sus pronunciadas cuestas. La rutina se despliega en inamovibles hitos, desde las rutas en furgoneta al acuartelamiento nocturno en la escuela. Pero también queda tiempo para flirteos, coincidencias y cuchicheos; los hay que prueban la resistencia de algún camastro con la gimnasia alegre de la compañía, los hay que discurren, refutan y opinan sin dejar de fumotear parapetados tras tres o cuatro cervezas, los hay que no abren la boca, y los hay, como nuestro sujeto divino, que batallan con su propio cuerpo. Así se escapa el verano.

El calor hace añicos el sueño, sólo resta trasnochar y entregarse al copeteo. Desde calle arriba, a unos metros de la terraza donde los voluntarios charlan de nada en particular, llega el estruendo de una boda: el punchi-punchi ayuda a escupir abuelas por las puertas del salón de celebraciones y en un rincón los más traviesos, con las corbatas dislocadas, lían algo para fumar. Hermafrodito es el punto de fuga de esta escena, la presencia calma de género impreciso. Por las protuberancias de su camiseta, cabría esperar de él un abrazo mamario y esponjoso. El sueño acude en su busca, así que se despide del grupo. Ahí va subiendo la calle de camino al colegio. Atrás deja los ecos de su acento, esa especie de dicción hacia el interior, y esa forma de decir “Ciudad Real” que no puede olvidarse fácilmente. En un momento dado, su sombra se pierde en una esquina y enfila el resto del camino de este, su veleidoso verano intersexual.

jueves, 3 de julio de 2008

Encuentros en el tercer desfase

Ajenos a los secretos de la levadura y a los encantos del olor a pan, ajenos al funcionario de la Cámara de Alcochete, ajenos a la pseudoprostituta de los pelos de alambre, ajenos al ex-futbolista frustado de profesión “amigo”, ajenos al cantante de fados enfadado, y cercanos a la mujer-vigilanta del funcionario de la Cámara, que no dejo de escurpinos altramuces en toda la noche mientras hablaba y rumiaba a la vez; su gran pasión. Esta es la estampa de una noite de sábado en medio de las estribaciones del Tajo, en medio de una Panadería cósmica, de naturaleza monárquica, y cuya actividad nocturna es semejante a un antrote en pleno carnaval.

La televisión actúa como una bola pendular que hipnotiza a los percebeiros del lugar: una banda de cornamentas atropellando a los mozuelos en las fiestas de agosto: la gran afición de la zona. Nosotros, como en la butaca de una minúsculo teatro, nos balanceamos entre cervezas y algún licor local mientras la jauría de personajes corretea por las estrechas cavernas del lugar, en busca de un papel que los amenice alejados del guión de aquella jungla de fábula ilusa.

Nada más lejos de la irrealidad que imbuirnos en la caja de testimonios imposibles que allí se sucedían; no nos quedó más remedio que abordar al cantante de fado para comenzar nuestro particular descenso a los recónditos baluartes de la espiral mágica, a los encuentros que siempre giran en desencuentros, y a la trivialidad del escarnio del momento. Después de terciar con la verborrea del supino cantante y rivalizar con la menuda criatura, nos quedamos oyendo unos fados mientras se hacía el silencio infinito, y nos quedamos con la seguridad de haber patentado una variante para comprender mejor el mundo por el que transitamos: la vida, como no podía ser de otra manera, es un fado de Ferreira Rosa...
http://es.youtube.com/watch?v=FxVoHnWZpP4