domingo, 16 de marzo de 2008

La Niña de la Pirámide: de infancias perdidas, encrucijadas y laberintos

No se lleven a engaño, la Niña de la Pirámide no es la última sensación del quejío y el pellizco con subvención; se trata, más bien, de la hermana pobre de la Novia Cadáver, su versión hiperrealista de chándal de felpa y ojeras de aúpa. Si se molestan en buscarla, la encontrarán empurada entre las mesas que adornan la geometría mínima del Bar Pirámide, en la villa de Algámitas, expuesta al microclima del Ducados encendido, los aromas del jardín de la fritanga y las inflexiones fricativas de algún que otro cazurro-parlante.

Urgidos por el estómago y aconsejados por un lugareño, damos con nuestras presencias en el País de las Maravillas de nuestra Alicia particular: un tabernáculo cuyo más valioso don es un tirador de cerveza, un artilugio camp que nos resuelve el enigma de la nomenclatura del local: el tirador es una réplica de pirámide tebana, de cuyo eterno manantial fluyen sin medida litros y litros de cebada fermentada, como un encuentro en el tercer desfase entre el Nilo místico y el agüita amarilla de los Toreros Muertos. Y ahí, al otro lado, accionando el tirador, se levanta a unos palmos del suelo, la única e inimitable faraona, la Niña de la Pirámide, involuntaria instigadora de la necrópolis algamiteña, testigo del escenario del valle de los reyes caídos en el suelo de serrín del viernes noche, cuando a un vaso le sigue otro y así, hasta palmar.

Nos acomodamos junto a la entrada, hojeamos la carta y cambiamos a modo zampabollos. La criatura no para de apuntar platos en su libreta, y de todos ellos damos buena cuenta. La presumible madre de la Niña de la Pirámide asoma la cabecilla desde la ventana de la cocina, igual que los patitos, temblorosos, se descubren en las atracciones de tiro de una feria. La señora, a vueltas con sus ollas, platos y salsas de champiñón, es oronda como la mujer fetiche de Botero. Nos mira con curiosidad, nunca tan pocos habían acabado con tanto, pensará. Pronto acabará la primera mitad de su jornada, no así para la Niña; ella recoge las mesas, barre las colillas y recupera la simetría avasalladora de las sillas, los taburetes y los cubiertos secos y en su cajón.

Las paredes del Bar Pirámide también guardan un secreto críptico e impenetrable, el que equidista y extiende su embrujo a través del punto más alto del Peñón y la barrera invisible de los confines de la villa, esas dos extremidades sostenidas por las supercuerdas de un destino no elegido. No hablan de ello el curtido cincuentón con una parcela de césped artificial por mostacho y su eslava acompañante cuando piden un café a la Niña. Nosotros tampoco; hacemos tiempo y nos refrescamos en el baño- hipogeo al que se accede tras un descenso de escaleras donde (monstruos de la imaginación gótica) a uno podrían asesinarlo tres veces. Sólo en el último instante, cuando nos disponemos a marcharnos, atisbamos fragmentos del secreto.

Ya no queda nadie en el local; ha llegado la hora tranquila en mitad de dos estaciones de ingesta de cerveza. La Niña, sentada en un taburete en su lado de la barra, nos despide sin levantar apenas la cabeza. A nosotros nos cuesta andar. Ella, con una cuchara, da pellizcos a una tarta de chocolate que también sabe a las infancias que se pierden en el limbo.

jueves, 13 de marzo de 2008

¿Museas?


Quien no tiene un museo es porque no quiere. Con un “repellao” por aquí, una zoleta de las antiguas, algún que otro apero de labranza y el trozo valioso de una marmita pre-románica (o pósvisigótica) te monto una sala de exposiciones que ya quisiera el Louvre. No pueden faltar las fotitos de la época, los paneles enciclopédicos y la proyección audiovisual (ya, cómo nos faltaba material apropiado mejor contamos la historia de España y de Bizancio de paso. Por cierto, la versión en alemán se me hizo un poco larga....).


Así, al rebufo de la pasión cultural, del asiento gratuito, de la sombra reconfortante y del marketing aterrador, se multiplican los museos como los conejos de Australia. El del bandolero, el de la provincia, el municipal, el de los oficios, el de la campiña, el del condado del duque del patronato, el de los toneles de madera de roble con terminación en herrería isabelina y tallado... y así hasta el infinito.


Claro, esta es la versión refinada del asunto, la otra, la popular, la de la historia municipal, la de “hay que meter algo de cada época”, se nutre por igual de una piedra del calcolítico, de un resto del neolítico, de una ermita pre-moderna, de la vegetación de la campiña y de la fauna de los alrededores (ya digo, no podemos renunciar a nada que para eso estamos montando nuestro museo), o se pueden colocar igualmente los documentos que el historiador local guardó o fotografió en el archivo, los tipos de escopeta de caza, las fiestas populares y las recetas que los niños del colegio montaron en el mural (y denme ya un ansiolítico del siglo XXI que no aguanto tanta información junta...)


Lo que os decía, queridos amigos, quien no tiene un museo es porque no quiere y nosotros desde aquí, estamos ya pensando en montar el nuestro, nuestra particular versión del catálogo de los errores, del “soberao” de los muebles abandonados y de la trastienda de vestigios de la historia local que se erigirá, de aquí a unos meses (dennos tiempo que vamos a más) con el prestigioso premio internacional a la recopilación más caótica del patrimonio hetero-singular.

martes, 11 de marzo de 2008

Todos los días no son Domínguez

Epicentro cavernario de la zona sureste de la Península y supuesto eslabón perdido del neolítico mustiriacensis; así se nos presenta Setenil, fiel a sus humedades parietales y laberíntica cual sí misma. Por tanto, una vez presentado el origen geográfico del suceso me dispongo a relatar lo que allí sucedió...
Tras pasar por una espiral urbana atrapada en el triángulo de las Bermudas (dios!!) y una vez superadas las barreras esculpidas por el tiempo a base de callejuelas tántricas, siempre inoportunas, llegamos a una plazuela cubierta por todos los elementos que se le presuponen a una plazuela como dios manda: bancos adosados a la tercera edad, una decimonónica casa consistorial, una oficina de turismo (cerrada, cómo no...), un kiosco de revistas pergamínicas a prueba de fotosíntesis amarilla y sobre todo, un maravilloso local climatizado -Bar Restaurante Domínguez-, liviano de personal a esas horas intermedias y oasis de mi fe ocasional. Pues bien, esclavo de mí sed atrasada y del abuso de las cuatro ruedas -omiso a las veleidades del frescor natural de las cunetas vegetales mientras pierdes la mirada teletransportándote a otros mundos entretanto alivias el depósito...- me acerqué sin más con la única intención de cumplir la deuda con mi apretón miccionador, condicionante de mi paseo sabatino y previo a un bebercio recuperador. Dejándome llevar por mis pies y llevando en el pecho una medalla dedicada a la Santa Hermandad de la Fotografía surgió de repente la impactante figura del santo inquisidor del municipio (cargo similar al de cronista y cura del pueblo), Fray Domínguez de Setenil; ¡un millón de expulsados conversos lo lleven en sus diabólicos pensamientos!, que me abordó mirándome de norte a sur y de este a oeste, consciente de mi sana demanda y sobre todo altruista intención. El tremendo viriato, impostor del primer mandamiento de nuestra santa iglesia: dar de beber y de mear al pobre... y testigo del anonimato deseo de tanto individuo, fiel a sus necesidades humanas y carentes de pagar el impuesto revolucionario a cambio del desalojo interno, echó sobre mis espaldas la responsabilidad y las culpas de su fracaso diario y me dijo; chavalote, si no consumes no hay urinario. En fin, aterrorizado y superado por la verborrea reaccionaria del justiciero hasta se me olvidó a lo que iba y me perdí por la villa en busca de un final feliz a esta historia...