martes, 11 de marzo de 2008

Todos los días no son Domínguez

Epicentro cavernario de la zona sureste de la Península y supuesto eslabón perdido del neolítico mustiriacensis; así se nos presenta Setenil, fiel a sus humedades parietales y laberíntica cual sí misma. Por tanto, una vez presentado el origen geográfico del suceso me dispongo a relatar lo que allí sucedió...
Tras pasar por una espiral urbana atrapada en el triángulo de las Bermudas (dios!!) y una vez superadas las barreras esculpidas por el tiempo a base de callejuelas tántricas, siempre inoportunas, llegamos a una plazuela cubierta por todos los elementos que se le presuponen a una plazuela como dios manda: bancos adosados a la tercera edad, una decimonónica casa consistorial, una oficina de turismo (cerrada, cómo no...), un kiosco de revistas pergamínicas a prueba de fotosíntesis amarilla y sobre todo, un maravilloso local climatizado -Bar Restaurante Domínguez-, liviano de personal a esas horas intermedias y oasis de mi fe ocasional. Pues bien, esclavo de mí sed atrasada y del abuso de las cuatro ruedas -omiso a las veleidades del frescor natural de las cunetas vegetales mientras pierdes la mirada teletransportándote a otros mundos entretanto alivias el depósito...- me acerqué sin más con la única intención de cumplir la deuda con mi apretón miccionador, condicionante de mi paseo sabatino y previo a un bebercio recuperador. Dejándome llevar por mis pies y llevando en el pecho una medalla dedicada a la Santa Hermandad de la Fotografía surgió de repente la impactante figura del santo inquisidor del municipio (cargo similar al de cronista y cura del pueblo), Fray Domínguez de Setenil; ¡un millón de expulsados conversos lo lleven en sus diabólicos pensamientos!, que me abordó mirándome de norte a sur y de este a oeste, consciente de mi sana demanda y sobre todo altruista intención. El tremendo viriato, impostor del primer mandamiento de nuestra santa iglesia: dar de beber y de mear al pobre... y testigo del anonimato deseo de tanto individuo, fiel a sus necesidades humanas y carentes de pagar el impuesto revolucionario a cambio del desalojo interno, echó sobre mis espaldas la responsabilidad y las culpas de su fracaso diario y me dijo; chavalote, si no consumes no hay urinario. En fin, aterrorizado y superado por la verborrea reaccionaria del justiciero hasta se me olvidó a lo que iba y me perdí por la villa en busca de un final feliz a esta historia...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lo mismo me pasaba cuando mi madre me mandaba a la tiendecilla de frente a mi casa: cuando ya todas aquellas mujeronas de voces fuertes y conversaciones atropelladas, miraban paraban para que se me oyera en mi turno y aquel ruido de fondo cesaba de pronto¡zas! no conseguía "volver en mí" no recordaba ni el lugar dónde estaba,y como tu, Jaime,habia olvidado a lo que iba..Qué risa te imagino con esa expresión en tu cara!!