viernes, 30 de mayo de 2008

Sheriff de cercanía

Todo pueblo que se precie necesita un sheriff. Es más, su ausencia tornaría incomprensible el espacio de la convivencia. El sheriff mundano (el del palillo en la boca, brazos en jarra, el codo en la barra…) no vocifera ya una llamada al orden. Ni siquiera es uno; son muchos, tantos como esquinas, plazas mayores, parques o tabernas imborrables donde habitar. Tampoco se viste de macho recio, varón mayestático, porque es también mujer, niño o niña que fue; son bicicletas, letreros de un comercio, maneras de tambalearse, borrachera de apodos, un árbol y su sombra, accidentes concéntricos, miradas desde portales, un jardín sin columpios, la mano de un tendero, sonrisas en fotografía, recuerdo de moneda antigua, la explanada de un colegio, murmullo de voces en un mercado, toses en un bar, largo linaje de hombres, mujeres y nombres...

El sheriff es la hebra de hilo que parchea el cosmos, la presencia perdurable, el faro de un sentido que se apaga, como todas las cosas, perecedero.

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